16.2 El antropoceno y la agrociencia
«Hoy en día, la humanidad ha comenzado a igualar e incluso superar algunas de las grandes fuerzas de la naturaleza […] [T] l Sistema Tierra se encuentra ahora en una situación no análoga, mejor conocida como una nueva era en la historia geológica, el Antropoceno» (Oldfield et al. 2004:81).
La propuesta científica de que la Tierra ha entrado en una nueva época — el Antropoceno — como resultado de las actividades humanas fue presentada en el cambio del nuevo milenio por el químico y Premio Nobel Paul Crutzen y el biólogo Eugene Stoermer (Crutzen y Stoermer 2000a). La creciente evidencia cuantitativa sugiere que los flujos de materiales antropógenos derivados de la combustión de combustibles fósiles, la producción agrícola y la extracción de minerales compiten ahora en escala con los flujos naturales supuestamente que se producen fuera de la actividad humana (Steffen et al. 2015a). Este es un momento marcado por acontecimientos climáticos, ambientales y ecológicos sin precedentes e impredecibles (Williams y Jackson 2007). La era benigna del Holoceno ha pasado, por lo que la propuesta afirma; ahora hemos entrado en un momento mucho más impredecible y peligroso en el que la humanidad reconoce su capacidad devastadora de desestabilizar los procesos planetarios de los que depende (Rockström et al. 2009, Steffen et al. 2015b; Véase [capítulo 1](/community/ artículos/capítulo-1-aquapónica y problemas alimentarios mundiales). El Antropoceno es, por tanto, un momento de realización, donde el alcance de las actividades humanas debe reconciliarse dentro de los límites de los procesos biofísicos que definen el espacio operativo seguro de un sistema terrestre estable y resistente (Steffen et al. 2015b).
Ha surgido un profundo entrelazamiento de los destinos de la naturaleza y la humanidad (Zalasiewicz et al. 2010). La creciente conciencia de la calamidad ambiental y humana —y nuestro papel tardío y enredado dentro de ella— pone a prueba nuestra fe en la suposición modernista clave, a saber, los dualismos que separan a los humanos de la naturaleza (Hamilton et al. 2015). Este es un momento impactante y sin precedentes porque las epistemologías modernistas han demostrado ser sumamente poderosas, contribuyendo significativamente a la organización de la sociedad hasta nuestros días (Latour 1993). Se ponen a prueba las concepciones de una agencia humana única y estable, la presunción de normas progresistas como la libertad o la dignidad universal, y la existencia de un mundo objetivo separado de las acciones humanas (Latour 2015; Hamilton et al. 2015).
Esta visión, sin duda, se aplica al sistema alimentario del que todos heredamos. La Revolución Verde 1 se sustentó en aspiraciones modernas, fundándose en ideas como las nociones lineales de progreso, el poder de la razón humana y la fe en la inevitable resolución tecnológica de los problemas humanos (Cota 2011). Estas concepciones, que tradicionalmente han asegurado el papel de la ciencia en la sociedad, comienzan a parecer cada vez más poco fiables con el advenimiento del Antropoceno (Savransky 2013; Stengers 2015). La verdad inconveniente es que las intervenciones tecnocientíficas, que han sido implementadas como soluciones agrarias modernas en nuestro mundo a lo largo del siglo pasado, han traído consigo resultados serios e inesperados. Además, estas perturbaciones biofísicas cada vez mayores (por ejemplo, las emisiones de gases de efecto invernadero y las perturbaciones del ciclo de nitrógeno y fósforo) que se han percibido recientemente deben añadirse a una serie mucho más amplia de repercusiones ambientales, biológicas y sociales provocadas por aspectos particulares de nuestra sistema alimentario modernizado.
La problemática del Antropoceno deja pocas dudas de que nuestro sistema alimentario contemporáneo enfrenta enormes desafíos (Kiers et al. 2008; Baulcombe et al. 2009; Pelletier y Tyedmers 2010). Estudios destacados señalan que la agricultura es el principal contribuyente a los crecientes riesgos ambientales planteados en el Antropoceno (Struik y Kuyper 2014; Foley et al. 2011). La agricultura es el mayor usuario de agua dulce en el mundo (Postel 2003); el mayor contribuyente del mundo a alterar los ciclos mundiales de nitrógeno y fósforo y una fuente significativa (19 a 29%) de emisiones de gases de efecto invernadero (Vermeulen et al. 2012; Noordwijk 2014). En pocas palabras, «la agricultura es un motor principal del cambio global» (Rockström et al. 2017:6). Y sin embargo, es desde dentro de la nueva época del Antropoceno que el desafío de alimentar a la humanidad debe ser resuelto. El número de personas hambrientas en el mundo persiste en unos 900 millones (FAO, FIDA y PMA. 2013). Incluso entonces, para alimentar al mundo para 2050, las mejores estimaciones sugieren que la producción debe duplicarse aproximadamente para mantenerse al ritmo de las demandas proyectadas del crecimiento demográfico, los cambios dietéticos (en particular el consumo de carne) y el aumento del uso de bioenergía (Kiers et al. 2008; Baulcombe et al. 2009; Pelletier y Tyedmers 2010; Kearney 2010). Complicar aún más las cosas es la necesidad no simplemente de producir más, sino también de gestionar todo el sistema alimentario de manera más eficiente. En un mundo en el que 2.000 millones sufren deficiencias de micronutrientes, mientras que 1.400 millones de adultos están sobrealimentados, la necesidad de una mejor distribución, acceso y nutrición es evidente, así como la drástica necesidad de reducir los deplorables niveles de residuos (estimaciones conservadoras sugieren un 30%) en la cadena de suministro de la granja a la horquilla (Parfitt y otros 2010; Lundqvist y otros 2008; Stuart 2009).
La problemática del Antropoceno plantea serias interrogantes sobre la agricultura industrial moderna, que en muchas formas se considera ahora ineficiente, destructiva e inadecuada para nuestra nueva situación global. Pero las consecuencias de esta situación son aún más considerables, ya que el Antropoceno plantea un desafío al paradigma agrícola que actualmente domina la provisión de alimentos (Rockström et al. 2017). Por esta razón, el desafío se extiende mucho más allá de la «granja» e incorpora un conjunto mucho más amplio de estructuras, prácticas y creencias que continúan promulgando e impulsando el paradigma agrícola moderno en nuestra época recientemente exigente. Con esto viene la urgente necesidad de reconsiderar los métodos y prácticas, ambiciones y objetivos que definen nuestra investigación agrocientífica actual. ¿Son aptos para los desafíos de nuestra nueva época, o simplemente reproducen visiones inadecuadas de la provisión de alimentos modernistas?
La Revolución Verde se refiere a un conjunto de iniciativas de investigación y transferencia de tecnología que tuvieron lugar desde la década de 1930 y finales de la década de 1960 que aumentaron la producción agrícola en todo el mundo, particularmente en el mundo en desarrollo. Como describe Farmer (1986), estas iniciativas dieron lugar a la adopción de nuevas tecnologías, entre ellas: «Nuevas variedades de cereales de alto rendimiento… en asociación con fertilizantes químicos y productos agroquímicos, y con un suministro controlado de agua… y nuevos métodos de cultivo, incluida la mecanización. Todas ellas juntas se consideraban un «conjunto de prácticas» que sustituían a la tecnología «tradicional» y que debían adoptarse en su conjunto». ↩︎